Los relatos con trasfondo bondadoso, si no se argumentan irrefutablemente, corren el riesgo de ser catalogados sin piedad, por un apreciable sector de la sociedad, como cuentos new age. O buenistas. Ocurre especialmente entre los más jóvenes. La descripción del bien, al igual que sucede con las buenas noticias que llegan a la redacción de los periódicos, no se publica, excepto si se trata de un avance médico o científico muy destacable, asumiendo en ese caso que tal difusión será utilizada por quien distribuye la novedad a los medios, algo que con frecuencia conduce a una compañía farmacéutica.
Aunque existe consenso científico y social, con poderosas excepciones, en aceptar que el cambio climático producido por las emisiones de CO2 ha modificado los ciclos en que se suceden los fenómenos meteorológicos, está alterando la fertilidad de la tierra, ha suprimido miles de especies y ha mermado el caudal de los ríos, no se está produciendo una movilización masiva y mundial equivalente al tamaño de esta desgracia. No se percibe una toma de conciencia universal que, aunque tarde, pudiese detener la tendencia hacia la destrucción del Planeta, y la de nosotros con ella. Existen organizaciones que se ocupan del tema, y el clima figura en la agenda de numerosos gobiernos, pero no se producen manifestaciones ciudadanas, globalizadas e inapelables, que estén empujando hacia la protección de la naturaleza que nos sostiene. Con silencio o ignorancia, toleramos el decidido avance hacia el precipicio.
En cambio, en apenas una semana, espontáneamente, casi un millón de personas se han movilizado para conseguir un final distinto, nuevo, para la serie Juego de Tronos, cuyo último capítulo se emitió hace quince días. Ya se han recogido cerca de un millón de firmas de quienes, con ansiedad, exigen que el último episodio de sus ocho aclamadas temporadas concluya de una forma más acorde a las expectativas creadas o que, directamente, el fin sea un abanico de opciones abiertas a la decisión de quien pulse las teclas del aparato en que lo esté viendo. Con rotundidad y sin ninguna presión de por medio, en apenas unos días, esas personas se han unido para exigir que una historia ficticia nutrida con destilados de la literatura clásica, efímera y ajena a sus vidas, acabe a su gusto, y, para conseguirlo, quién sabe lo que serían capaces de hacer. Algo huele a vacío en Dinamarca, y más allá también.
À.G.
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